El transporte por carretera es un buen termómetro para pulsar el estado de salud de la economía, y viceversa. Basta con ver los mercados para hacerse una idea de cómo lo está pasando el sector, que vaticina un “otoño caliente”. Los últimos datos de Fomento vuelven a dibujar un panorama sombrío, que ha hecho encender todas las alarmas. En el primer semestre, en el que se han disparado los procesos concursales y los expedientes de regulación de empleo, el sector ha perdido la friolera de cerca de 3.000 empresas, con lo que se supera la barrera de las 20.000 desde que estalló la crisis, con una merma de más de 54.000 autorizaciones de transporte de vehículos pesados y ligeros. Es decir, una caída de la flota del 14 por ciento, que sitúa el mercado en niveles de 2005.
Además, la divergencia entre precios y costes se dispara ante la incapacidad de los transportistas de repercutir a los clientes el aumento de sus gastos, debido, principalmente, a la excesiva atomización de un sector en el que operan más de 100.000 empresas. Demasiadas si se compara con otros países europeos, caso de Alemania, que lidera el mercado con menos de la mitad. Todo ello en un contexto de caída de la actividad y con el gasóleo por las nubes. Es evidente que el momento no es el más idóneo, pero el sector necesita emprender ya el camino de la reconversión y ganar músculo empresarial para competir. Eso sí, la política de transporte de los gobiernos de turno, que siempre ha apostado por la concentración, tiene que concretarse con hechos. No se entiende, por ejemplo, que las reglas de juego sigan siendo diferentes, en función de la forma jurídica elegida. Recientemente, aunque de rebote, Montoro abrió una singular vía para reconvertir el sector al anunciar la eliminación de los módulos. Sin embargo, reculó y dejó las cosas igual. Es decir, se seguirá subvencionando la atomización empresarial y la economía sumergida. Y este no es el camino para ser competitivos en Europa.
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