Sin lugar a dudas, los controladores sobrepasaron los límites, actuaron con alevosía y son responsables directos del caos que provocaron con su plante en la antesala de los puentes de la Constitución y de la Inmaculada, plena temporada alta para el tráfico de pasajeros y también de mercancías.
No tienen ningún tipo de excusa estos profesionales que quieren mantener a toda costa unos privilegios que sonrojan, más en el contexto actual de crisis y de desempleo. Ahora bien, el tema de los controladores es un conflicto enquistado que no han sabido resolver los sucesivos ministros que han ocupado la cartera de Fomento en las últimas décadas.
Y Aena, recordemos, organismo público patrón de los controladores, está cobrando por unos servicios que no cumple. Además de los miles de ciudadanos que quedaron atrapados en los aeropuertos españoles, las consecuencias del último plante de esta casta de privilegiados las pagaron, una vez más, las empresas: las aerolíneas, los transitarios (ellos sí que tuvieron que hacer horas extras, no pagadas a precio de oro, para intentar arreglar el desaguisado), los operadores de handling y los fabricantes que esperaban una mercancía que, en el mejor de los casos, llegó con dos días de retraso.
En un conflicto de este tipo es difícil calcular los costes económicos porque, por ejemplo, cómo se mide el deterioro de la cartera de clientes. La asociación de aerolíneas españolas, la Asociación de Compañías Españolas de Transporte Aéreo (Aceta), calcula que las pérdidas ocasionadas a sus asociadas por los meses de conflictividad laboral de los controladores ascienden a 100 millones de euros, cifra que reclamará, por la vía administrativa, a Aena “por la mala calidad del servicio prestado”.
Es de desear que las medidas adoptadas por el Gobierno -la privatización parcial de Aena, dar en concesión la gestión del control aéreo en 13 aeropuertos, etcétera- acaben de una vez por todas con el conflicto, que ya sería hora.