El aplastante informe concursal sobre la sociedad propietaria del aeropuerto de Ciudad Real, del que se informa cumplidamente en el presente número de TRANSPORTE XXI, pone de manifiesto que la denominada ‘cultura del pelotazo’ vinculada al sector del ladrillo había decidido extender sus tentáculos hacia el mundo de las infraestructuras del transporte.
El faraónico proyecto, hoy convertido en fantasmagórico por obra y gracia de una casi total ausencia de actividad, se concibió y se parió por sus promotores como un camino de rosas hacia el maná de unas plusvalías rápidas y sin riesgos.
No, no se trataba de una apuesta romántica por el fomento del transporte aéreo de mercancías, ni de un compromiso con la promoción del turismo en la región, ni de otras gaitas de mayor o menor calado que tanto se escucharon en aquel multitudinario acto de colocación de la primera piedra al que asistió el entonces presidente de la Junta, José Bono.
El informe es claro, la precipitada salida del único socio industrial con el que contaba el proyecto, la empresa gestora del aeropuerto austríaco de Viena, no arredró a los promotores en su búsqueda de la única expectativa de negocio en el cortoplacismo de la plusvalía pura y dura.
La venta del aeropuerto y sus terrenos, que llegó incluso a despertar el interés de un grupo inversor árabe, fue el leit motiv de este grupo de empresarios. Aunque antes, éstos ya se habían asegurado la baza de obtener las ganancias relacionadas con la construcción del complejo, que realizaron a través de sus empresas, ya sean propias o participadas.
Mención especial merece el papel de la caja regional, CCM, que se convirtió en el único pulmón financiero del proyecto y que entre acciones propias y pignoradas asumió la mayoría del capital del autotitulado aeropuerto privado. El entonces presidente de CCM, Juan Pedro Hernández Moltó, ha sido imputado en la Audicencia Nacional en gran parte por su gestión de este asunto.
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