Los nuevos responsables de Fomento, con Ana Pastor a la cabeza, se van a tener que arremangar porque es mucha y dura la tarea que les espera. De partida, en su discurso de investidura, el presidente Rajoy anunció un nuevo recorte del gasto público de 16.500 millones para 2012, que algunos expertos cifran en 40.000 millones, para reducir el déficit al 4,4 por ciento, que es el compromiso alcanzado con Bruselas. Esta imperiosa necesidad de volver a meter la tijera en el gasto público tendrá un efecto directo en Fomento, el ministerio inversor por antonomasia, al que, con motivo de la crisis, ya hubo que pegar un tajo sustancial en su presupuesto de 2011, reduciéndolo un 34,6 por ciento hasta los 4.980 millones, al igual que con la licitación de obra pública, que cayó otros 31 puntos, hasta situarse en 14.600 millones.
A este telón de fondo, amén del agujero que el Gobierno de Rajoy, en general, y la ministra Pastor, en particular, se puedan encontrar en las moradas que ahora habitan en forma de herencia envenenada de Zapatero, codicilo que nadie quiere pero todos intuyen; a este escenario, decíamos, hay que sumar unos datos económicos que colocan al país en una nueva recesión, con un contracción del PIB de entre el 0,2 y el 0,3 por ciento en el último trimestre de 2011 y la certeza de que la desaceleración se repetirá aumentada en los tres primeros meses de 2012. Frente a estos “tiempos difíciles”, De Guindos dixit, en los que el empobrecimiento del país se dispone a quemar una nueva etapa, la receta a aplicar por la nueva titular de Fomento no puede ser otra que gestión y más gestión. De momento, la canción que guiará al barco de en la tempestad suena bien: “No gastaremos ni comprometeremos lo que no tenemos”, aseguró Pastor en el momento de tomar la cartera de manos de Blanco, aunque también es cierto que no hay ministro que no se deje llevar por frases bienintencionadas en el momento de su investidura.
¿Pero gestionar el qué y cómo? La cartera de Pastor pivota sobre dos ejes principales para fomentar la competitivad de la economía del país, como son las infraestructuras y los servicios del transporte y la logística, que están íntimamente ligados, pero que en los últimos años han recorrido caminos divergentes, como si el primero no dependiera del segundo y viceversa. En las dos últimas legislaturas y dejando al margen las obras con un claro interés social, cantidades ingentes de dinero público se han ido por el desagüe en la construcción de infraestructuras faraónicas, cuya nula rentabilidad ha quedado al descubierto con la crisis, poniendo en evidencia que no hubo ninguna planificación cuando se acometieron las mismas, ni interés alguno por calcular los retornos para la competitividad del país, que el objetivo de este derroche, en el que han participado todas las Comunidades Autónomas, incluidas las del partido ahora en el Gobierno de Madrid, no era otro que la construcción como un fin y no como un medio, en la línea del Estado de Obras que preconizaba el conservador Fernández de la Mora. Así las cosas, desde la austeridad en el gasto motivada por las urgencias del momento, que sólo permitirá planificar e invertir en infraestructuras cuyo impacto positivo en la competitividad del país esté asegurado, lo que ahora toca es gestionar con eficacia las existentes para ponerlas en valor.
De otro lado, esa gestión de Fomento tiene que converger con una interlocución fluida y de doble sentido con el sector del transporte y la logística, que se conoce de quilla a perilla los puntos negros de nuestras infraestructuras, pues es el que presta servicios estratégicos al tejido industrial del país, que, a su vez, está obligado a ser más competitivo y a mirar al exterior, para lo que el concurso de un binomio bien engrasado entre infraestructuras y servicios es imprescindible. Haría mal Rajoy en ver al transporte y la logística, que con la crisis ha demostrado aún más su agilidad y flexibilidad, como un sector sobre el que aumentar la presión fiscal para mitigar la merma de las arcas públicas. Y haría también mal el sector en abrir los juego florales de costumbre, en enfrascarse en temas caducos y sin recorrido, cuando las cartas que hay sobre el tapete exigen responsabilidad, mucha responsabilidad.