Las cooperativas de transporte han demostrado ser una excelente figura para promover la concentración de pequeños transportistas. Sin embargo, a raíz del caso Llácer, están de nuevo en el ojo del huracán, pues algunas empresas utilizan este modelo para quitarse sus conductores asalariados. La legislación autonómica sobre esta materia es compleja, con especificidades particulares en algunas regiones, y muy diversa. Quizás demasiado. Algo que no ayuda a normalizar la situación. Además, como suele ser práctica habitual, desgraciadamente, “hecha la ley, hecha la trampa”. Sobre todo en un sector acostumbrado a los atajos para hacer rentable su negocio, aunque sea ‘pan para hoy y hambre para mañana’.
La realidad chirría por muchos sitios, ya que, en muchas ocasiones, el socio no goza de independencia, que es el espíritu cooperativista. Uno de los casos más llamativos es de las cooperativas mixtas, que regulan algunas comunidades. Un de cajón de sastre, que da cabida a transportistas con un vehículo, bien en propiedad o alquiler, pero sin autorización, y permite que estas personas, que deberían ser conductores asalariados, operar en las mismas condiciones que un profesional. Pero, independientemente del modelo, el problema de fondo es que algunos flotistas usan las cooperativas, en el punto de mira de la inspección, como un coladero para derivar a sus chóferes y competir en condiciones más ventajosas, lo que supone una distorsión de la competencia. Hay quienes tienen el tinglado tan bien montado que es muy difícil discernir dónde está la delgada línea que separa la legalidad de la ilegalidad. ¿Por qué no tapar los resquicios legales?