Antonio Viñal. Abogado
A las leyes les sucede lo que a las personas, unas envejecen bien y otras mal
Ell próximo 25 de noviembre se cumplirán treinta años de la publicación de la Ley 27/1992, de Puertos del Estado y de la Marina Mercante, en el Boletín Oficial del Estado (BOE. nº 283). Un período lo suficientemente amplio como para poder valorar con objetividad sus debilidades y fortalezas desde su entrada en vigor, en particular, un elemento clave, como es la gestión portuaria. Esta, según reza en su Preámbulo, debe ser ágil, flexible y eficiente, en línea “con el principio de libertad de empresa en el marco de la economía de mercado”, lejos, por tanto, de la fuerte protección e intervencionismo administrativo clásicos. Pero, ¿ha sido realmente así?
A las leyes les sucede lo que a las personas, unas envejecen bien y otras mal, y esta Ley 27/1992 no podía ser, y de hecho no ha sido, ajena a este principio. De ahí la necesidad de la reforma que el sector venía reclamando y que está en marcha. La evolución de la economía, del transporte, de la gestión, de la tecnología, en fin, imponen, si se quiere ser competitivo, una actualización permanente de nuestros puertos, de sus competencias, de sus funciones, de sus órganos. Entre estos, se encuentran los consejos de administración de las autoridades portuarias, cuya composición está regulada, primero, por el artículo 40 de esta Ley, y, segundo, por la práctica que lo aplica, no siempre acordes a esa evolución.
El artículo 40 prevé, en su apartado 2, que una parte de los miembros del consejo sean designados en representación de cámaras de comercio, organizaciones empresariales y sindicales y sectores económicos relevantes en el ámbito portuario, lo que crea a veces un problema de suprarrepresentación -duplicidades de organismos con parecido o semejante objeto social- y otras de infrarrepresentación -ausencia de sectores económicos relevantes-. A este problema se añade otro, consistente en que los vocales designados por las comunidades autónomas en ocasiones carecen de la formación o especialización necesarias para participar con la profesionalidad requerida en estos órganos.
Y, por encima de ambos problemas, se da otro, derivado de la escasa renovación de su composición, como si la pertenencia a ellos de unos mismos vocales, en el ámbito de los sectores económicos relevantes, fuera un derecho consuetudinario inmutable. Este hecho llama doblemente la atención, no solo porque ignora la cambiante realidad económica y social, con nuevos agentes que hay que tener en cuenta igualmente; sino también porque pasa por alto lo establecido por nuestro propio Código Civil, cuyo artículo 3, al regular la aplicación de las normas jurídicas, prevé que estas sean interpretadas de acuerdo “con la realidad social de (su) tiempo”, cosa que en este caso no sucede.
Al margen de que esa reforma a la que me refería previamente aborde esta situación, ampliando, por ejemplo, el número de vocales para poder atender con solvencia la demanda existente, me planteo si entre tanto podría considerarse una solución práctica del problema mediante una interpretación consensuada de dicho artículo 40, ya sea mediante un acuerdo -un “gentlemen’s agreement”- que contemple una rotación cuatrienal de los vocales de los sectores económicos relevantes, o mediante una cesión “pro tempore” a estos, por parte de las comunidades autónomas, de algunos de los que les corresponden, de tal forma que, sin perder su titularidad, permitan la tan necesaria renovación.