El transporte por carretera mueve más del 80 por ciento de las mercancías que transitan por Europa y da empleo a más de 6 millones de personas. Una historia de éxito que contrasta con su triste realidad. Y es que lejos de considerarse estratégico, clave para la competitividad de la industria y, por tanto, de la economía, los políticos de turno han convertido al sector en la gallina de los huevos de oro.
Los datos recogidos en la versión actualizada del “Balance económico: fiscal, social y medioambiental del sector del transporte de mercancías en España”, publicada por la Fundación Francisco Corell, son demoledores. La carretera, debido principalmente a la elevada fiscalidad específica de este modo, aporta a las arcas públicas la friolera cifra de más de 22.600 millones al año entre impuestos, tasas y peajes. Además, su aportación creció un 11,4 por ciento entre 2005 y 2012, pese a la contracción de la economía y una menor inversión en la carretera.
A años luz de distancia se encuentran el aéreo, cuya aportación es diez veces inferior, y el marítimo, casi 23,5 veces menor, mientras que el ferrocarril no sólo no aporta, sino que debido a las subvenciones que recibe la parte de viajeros, es receptor de 231,2 millones. Es evidente que la mayor presión impositiva de la carretera, junto a las exenciones fiscales, las subvenciones y las bonificaciones de otros modos, genera una grave distorsión de la competencia que perjudica a los transportistas. Apostar por el tren y el barco está bien, pero no de forma artificial. Seguir penalizando a la carretera, la mayoría de las veces con fines recaudatorios, no es la solución, sino el problema.