La ministra Pastor, en su comparecencia del pasado 9 de febrero ante la Comisión de Fomento del Congreso de los Diputados, ofreció un panorama asolador sobre la herencia que ha recibido del anterior Ejecutivo y que tiene que gestionar al frente de su cartera. Merece la pena consignar las grandes cifras, porque, sin lugar a dudas, deberían condicionar y mucho la política en infraestructuras y transportes a lo largo de esta legislatura. El grupo Fomento arrastra, nada más y nada menos, que un deuda de 40.000 millones, de los que 14.600 corresponden al Adif, casi 15.000 millones a Aena, 5.200 millones a Renfe y 2.600 a Puertos del Estado. A esta cifra hay que sumar 6.173 millones de gasto comprometido y crédito retenido para 2012. Con este escenario, no es de extrañar que la ministra subrayará que “el tiempo de las obras faraónicas ha terminado, y el de los convenios sin dinero también”, y que el diputado Ayala se despachara afirmando que “partimos de un ministerio en bancarrota”.
Si bien la ministra puso negro sobre blanco unos guarismos desoladores, también es cierto que asumió como compromiso de su departamento aplicar “el máximo rigor económico en la priorización de las inversiones”, de manera que “los recursos se destinen a aquellas actuaciones que aporten mayor beneficio al conjunto de la sociedad” y al refuerzo de “intermodalidad”. Si hasta aquí poco o nada de lo anunciado por la ministra es objetable, hay dos puntos de su intervención que llamaron la atención. Primero, el poco tiempo y contenido que dedicó a las políticas de transporte que piensa acometer a lo largo de esta legislatura, capítulo que sólo repasó a vista de pajaro y tocando terrenos comunes. Y segundo, que a pesar de la debacle de las cuentas de Fomento, anunciara una inversión de 225.000 millones en un nuevo plan de Infraestructuras y Transportes (Pitvi) en el horizonte de 2024. Veremos si es compatible la austeridad y el rigor con este enésimo plan.