Elegante y fino se me ha aparentado usted mi señor don José en sus primeros posados de ministro; incluso, si el rubor no le alcanza y desecha toda duda sobre mi masculinidad, le confesaré que también hasta atractivo y con un sex appeal desconocido, ocultado sin duda por aquellas irrepetibles saharianas y corbatas enrevesadas que ponían al personal los pelos como escarpias. Pero aquellos eran otros tiempos en los que le tocaba hacer el papel de malandrín en contraposición al de buenista del jefe, como en su día le tocó el suyo a don Alfonso El Maligno frente al turbador Felipe.
Son cosas de la escena que casi todos comprendemos ya a estas alturas del vodevil. Lo importante es que ya está usted entre nosotros, simpaticón, ilusionado, próximo y con maneras de ministro apaciguador que tanto necesitábamos después de la verdulería en la que convirtió a esa gran casa su antecesora. Cuídese, no obstante, usted don José, no sea que haya quedado sin recoger algún resto de plátano o de rabanito que me le causen algún daño, porque se le necesita y mucho. No sé si le han dicho el tajo que le ha dejado aquella “mujer y andaluza”, cuya evidencia era la señora tan aficionada a subrayar.
En infraestructuras de carreteras, entre lo hecho y en ejecución, tiene las cosas bastante apañadas para unos años, aunque a falta de una buena mano de asfalto en algunas autovías principales, pero, eso sí, echada como dios manda, sin parcheos, que hemos vuelto al peón caminero con el cesto del chapapote, la pala y la pisona. El ferrocarril de pasajeros, y concretamente la alta velocidad, es realmente satisfactorio el nivel logrado y el proyectado, en cuanto el norte de la Península esté en red, y por el Mediterráneo se llegue a la frontera en espera de que Sarkozy haga sus deberes, nosotros resolvamos algunos problemillas técnicos de interoperabilidad y Bruselas se ponga las pilas. Los aeropuertos bien, gracias; a la espera de lo que tenga por decidir con AENA.
Pero, ¡Ay, señor ministro!, los transportes. Los dichosos transportes de mercancías en todos sus modos, que también se alojan en su casa, y el lío que tienen y el que tienen con ellos la industria y la economía española en general por su falta de competitividad. Esos puertos, sus accesos y sus portuarios; esos ferrocarriles dieciochescos (por cierto, no olvide explicarnos un día, sin prisas, qué es eso de los ferrocarriles de altas prestaciones) y esos Pirineos que tan caras hacen nuestras mercaderías en Europa.
Debería sacar usted un par de noches y darse un garbeo por Irún- Hendaya y Portbou-La Junquera para conocer de primera mano los cabos sueltos que todavía nos quedan del siglo diecinueve. Un espectáculo, oiga. ¡Ay, Don José! el tajo que tiene para reducir el coste logístico y procurar un país más competitivo. Porque esa competitividad depende de usted, de su competencia y de la de su gobierno. Así que, ¡Hala!, a trabajar con seso y discreción y a dejar de echar balones fuera, que la competitividad es de todos. Y en materia de infraestructuras, sólo suya.
Acaba de marcharse ese huracán de hombre que es el presidente de la República francesa y de seguro que ya estará en sus cosas que son muchas. Pero ha dejado un amigo de verdad de lo español y enemigo de esa barrera montañosa, que es el embajador Bruno Delay. Se lo recomiendo para cuando quiera platicar del tema. Es hombre versado en la cordillera y animado a colaborar con el ministro de Fomento español que esté dispuesto a pasar a la Historia. Con mayúscula.
No quiero abusar más de su tiempo. Le dejo en manos de Plutarco. Escribió el griego, que deshecho el ejército romano, y tal y como estaban las cosas, Pomponio propuso para Roma el mando de uno sólo, “y que éste no podía ser otro que Fabio Máximo, el cual reunía una prudencia y una opinión de conducta correspondiente a la grandeza del cargo, y era además de una edad en la que el cuerpo está en robustez para poner por obra las resoluciones del ánimo, y al mismo tiempo la osadía está ya subordinada a la discreción”. ¿Le gusta Plutarco, señor ministro?